Opinión: Agradezcámosles a los consumidores de drogas por un enfoque clave en la lucha contra el COVID

La reducción de daños es un regalo de algunas de las personas más demonizadas de la sociedad. (Jo Zixuan Zhou/The New York Times)
La reducción de daños es un regalo de algunas de las personas más demonizadas de la sociedad. (Jo Zixuan Zhou/The New York Times)

LA REDUCCIÓN DEL DAÑO ES UN REGALO DE ALGUNAS DE LAS PERSONAS MÁS DEMONIZADAS DE LA SOCIEDAD

Cuando consumía heroína en la ciudad de Nuevo York en 1986, la mitad de todas las personas en la ciudad que se inyectaban drogas era seropositiva. Cuando una amiga me enseñó a pasar cloro por la jeringa mínimo dos veces y luego a enjuagarla dos veces con agua antes de inyectarme, probablemente me salvó la vida.

En ese entonces no había un nombre para eso, pero ella se vio guiada por una filosofía innovadora que ahora llaman “reducción del daño”. Ella sabía que decirme que dejara de drogarme no iba a funcionar y, en ese entonces, en Nueva York era ilegal vender jeringas sin una receta médica, así que no podía comprar limpias. También se dio cuenta de que, si me enseñaba a reducir mi riesgo de contraer VIH, yo podría sobrevivir y tarde o temprano superar mi adicción, algo que logré al poco tiempo.

En vez de buscar un “mundo libre de drogas” inalcanzable, los reduccionistas del daño se enfocan en reducir el daño provocado por las drogas. Ellos sostienen que la gente siempre ha consumido drogas y siempre lo hará, por lo que un mejor enfoque es atacar los daños, no a los drogadictos.

La idea de que las políticas públicas primero deberían reducir el daño —y no exigir un cese total e instantáneo del comportamiento riesgoso— ha ganado tracción durante la pandemia del coronavirus. Los epidemiólogos se dieron cuenta, como había pasado con el sida, de que exigir una abstinencia total —en este caso, abstenerse de socializar— es poco realista y mejor se debería minimizar el riesgo.

Para algunos, antes de las vacunas, implementar normas como usar cubrebocas, realizar pruebas y el distanciamiento social era una manera de salir del confinamiento. Ahora la reducción del daño significa usar cubrebocas solo cuando el riesgo es muy grande, y no exigirle a una población exhausta que tome precauciones todo el tiempo.

Confiar en la gente para que tome mejores decisiones dándole información veraz sobre el riesgo es crucial para la reducción del daño. Si buscas, encontrarás que la reducción de daños está en todas partes: los cinturones de seguridad hacen que estar en un auto sea mucho más seguro, aunque algunas personas resulten heridas cuando los usan; los condones reducen en gran medida el riesgo de enfermedades de transmisión sexual, aunque no lo eliminan del todo.

De muchas maneras, la reducción de daño parece simple sentido común, aunque sus raíces son radicales. Fue ideada por algunos de los individuos más demonizados del mundo: las personas que se inyectan drogas.

La idea tiene un poder sorprendente para poner en entredicho la sabiduría convencional, de manera especial en lo que respecta a la política de drogas que fue el campo donde surgió. Y es que, cuando la medida del éxito es hacer un daño menor, el daño causado por la prohibición y la aplicación de la ley juegan en su contra, lo que hace que las políticas antidroga convencionales sean insostenibles.

Ahora que la reducción de daños está siendo finalmente adoptada por la mayoría —este año, la política nacional de drogas del presidente Biden ha hecho énfasis en ella por primera vez— es importante recordar sus orígenes y la lucha que supuso su aceptación.

A medida que el VIH se propagaba a finales de los ochenta, los consumidores de drogas se vieron obligados a ayudarse a sí mismos. Los políticos se opusieron de modo abrumador a esfuerzos como los programas de agujas limpias. Incluso entre los activistas, la idea no era compartida por muchos. Pero a partir de nuestro dolor, los drogadictos y exdrogadictos crearon una nueva manera de pensar.

Los reduccionistas del daño idearon el intercambio de jeringas, el cual ahora tiene un respaldo tan sólido en los datos que las autoridades federales en materia de salud lo promueven como una táctica esencial para detener la propagación del VIH. Ellos inventaron y organizaron las ahora omnipresentes campañas de distribución del antídoto contra la sobredosis de opioides, la naloxona, y al menos decenas de miles de vidas han sido salvadas. Desarrollaron programas de “vivienda primero” para consumidores de drogas que no exigen la abstinencia y que, cuando se administran de modo correcto, pueden reducir en al menos dos tercios el número de personas sin hogar.

El concepto de reducción del daño ayudó a que 18 estados legalizaran la marihuana, al enfatizar el hecho de que es menos peligrosa que drogas legales como el alcohol y el tabaco.

También impulsó la demanda de la despenalización de todas las drogas, porque estar en la cárcel y tener antecedentes penales puede empeorar la adicción, no la mejora. Los votantes están escuchando: una iniciativa en Oregón para despenalizar la posesión de pequeñas cantidades de todas las drogas fue aprobada de manera decisiva en 2020 y, según una encuesta, el 66 por ciento de los estadounidenses está a favor de ese tipo de iniciativas.

El movimiento para la reducción de daños comenzó siendo pequeño, como una colaboración entre los consumidores de drogas y los funcionarios de salud en Europa, donde el pragmatismo sobre las drogas era menos arriesgado desde el punto de vista político. En Róterdam, Países Bajos, en 1981, un autodenominado “sindicato de drogadictos” dirigido por Nico Adriaans distribuyó agujas limpias para luchar contra la hepatitis B, con el apoyo del gobierno.

En Liverpool, Inglaterra, en 1986, los consumidores de drogas inyectables y los funcionarios también se unieron para poner en marcha intercambios de agujas y suministrar heroína farmacéutica como método para minimizar los riesgos de las drogas callejeras. Al describir su filosofía, Russell Newcombe, psicólogo y consumidor de drogas, la denominó “reducción del daño” en 1987.

El enfoque fue adoptado al poco tiempo por el gobierno conservador de Margaret Thatcher. En consecuencia, en el Reino Unido nunca se vieron las infecciones generalizadas por el VIH entre los consumidores de drogas que se presentaron en Estados Unidos.

En Estados Unidos, la reducción de daños se topó con la guerra contra las drogas. Desde el inicio, el intercambio de agujas fue objeto de una fuerte oposición por parte de todo el espectro político. Se consideraba que esta “enviaba el mensaje equivocado” y que condonaba el consumo de drogas. Hoy en día, Estados Unidos es el país con la mayor tasa de encarcelamiento y la mayor tasa de adicción.

Los reduccionistas de daños respondieron con compasión. En 1990, la Coalición contra el SIDA para Desatar el Poder, conocida como ACT UP, se sumó a la iniciativa y sus miembros se dispusieron a ser arrestados mientras intentaban repartir agujas. Ocho acusados (la mayoría de ACT UP), entre ellos varias personas en recuperación, ganaron su caso y Nueva York despenalizó más adelante la posesión de agujas.

Para entonces, los defensores habían descubierto un efecto secundario positivo del enfoque de reducción de daños: tratar a las personas con dignidad es lo que propicia el cambio. Los que se sienten respetados son más propensos a respetarse a sí mismos. El trato humano puede estimular el autocuidado y no la autodestrucción.

Durante décadas, debido al choque de la reducción de daños con las políticas de la guerra contra las drogas, el gobierno intentó suprimirla. Las agencias federales aconsejaron a los becarios de investigación que evitaran el término; los representantes estadounidenses en las reuniones de las Naciones Unidas se negaron a firmar documentos de política sanitaria y de drogas que la apoyaran. En un ejemplo de cómo el racismo impulsa la política de drogas, la reducción de daños se abrió paso solo después de que la adicción a los opioides empezara a considerarse un problema de “blancos” y las familias afectadas pidieran un trato más amable.

Tal vez la oposición de los guerreros antidroga a la reducción de daños tenga cierto sentido. Al fin y al cabo, si la prohibición funcionara, la gente no consumiría drogas ilegales y no se necesitaría esta alternativa. La reducción de daños también puede invertir la polaridad de los argumentos políticos de una manera que perjudica a los prohibicionistas. Al negarse a aceptar que la “lucha contra el consumo de drogas” sea el objetivo más importante, los reductores de daños ofrecen un objetivo más atractivo: salvar vidas.

Las investigaciones demuestran ahora que los programas de intercambio de agujas no “propician” ni prolongan la adicción, ni tampoco incrementan el consumo de drogas. Al contrario, los participantes tienen cinco veces más probabilidades de iniciar un tratamiento que los que no forman parte de esos programas. Y en una pandemia, dar cabida a una socialización más segura no fomenta el incumplimiento de otras normas, sino que hace más probable que la gente las cumpla en primer lugar.

La reducción de daños es un regalo de algunas de las personas más estigmatizadas del mundo, y seguirá teniendo influencia más allá de las drogas: los epidemiólogos promueven la reducción de daños para combatir el COVID-19 al tiempo que minimizan la fatiga pandémica; los ecologistas la utilizan para ayudar a reducir los comportamientos que dañan el medio ambiente.

La reducción de daños permite a los países establecer políticas que sean humanas y eficaces, ya que contextualizan los riesgos y sitúan en primer lugar la perspectiva de quienes se ven más afectados por la situación. Si la convertimos en la piedra angular de las políticas antidroga, y de todas las políticas destinadas a modificar los comportamientos humanos riesgosos, podremos construir un mundo más sano, más feliz y más equitativo.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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