Una nalgada en la calle lo cambió todo para ella

Seguí tratando de reírme de las agresiones sexuales cometidas por los hombres, y normalizarlas. hasta que llegó mi momento de enfrentar las consecuencias.

Mujer en una calle (Foto Getty)
Mujer en una calle (Foto Getty)

Hace unos meses, un hombre me habló de manera inapropiada en la calle y me dio una nalgada en el glúteo izquierdo. Aunque llevaba un abrigo grueso de invierno y la nalgada no me dejó marca, me palpitaba la piel. Me sentí sucia. Y aunque no vi su mano ni lo miré directamente a la cara, no podía dejar de visualizar la mugre que se acumulaba bajo sus uñas.

Durante años, me he entrenado para disociarme de situaciones como esta, para reírme de ellas o para compartimentarlas en mi mente como algo ajeno a mi vida. Para mí era especialmente importante que estos hombres (o cualquier otro hombre) supieran que no podían hacerme daño de verdad.

Una agresión física por parte de un acosador no era lo habitual, pero, como muchas mujeres, he sufrido de acoso sistemático simplemente por mi aspecto físico, y mis límites han sido violados tanto física como sexualmente. Empezó muy pronto, cuando solo tenía 15 años, y un grupo de adolescentes de la preparatoria me derribó delante de la parada del autobús, un arrebato de agresividad animal que yo no entendía. Quizá ellos tampoco.

Más tarde supe que tenían un apodo para mí: “La prostituta”.

En mi primer trabajo, a los 18 años, en un restaurante tex-mex, fui la única mesera a la que pidieron que vistiera con poca ropa para entretener a hombres que me triplicaban la edad, borrachos por el tequila. Años más tarde, mis amigas bromeaban diciendo que yo era una luz fluorescente que atraía a enjambres de polillas masculinas. Cualquiera que fuera la razón de mi capacidad para atraer a esos insensatos, ya fuera mi aspecto o algo más, nunca lo sabré. Empezó a parecerme inevitable.

Ahora, a los 30, sé lo que se puede decir y hacer para intentar mantener los límites con los hombres. Cuando era más joven, no lo sabía. A los 17 años, en un vuelo de vuelta de Roma, dejé que un joven italiano de unos 20 años me diera un masaje en la espalda. Cuando fue al baño, una estadounidense de mediana edad que estaba cerca me dijo: “Te acaba de conocer, ¿cómo dejas que te toque así?”.

Cuando llegué a mis veinte, se templó mi carácter y sentí de nuevo una especie de rabia impulsada por la supervivencia, el impulso de vengarme o defenderme. Una vez me puse en contacto con un abogado laboralista para emprender acciones legales contra un excompañero. Desperté en su cama después de haber bebido demasiado en una fiesta de la oficina, sin recordar exactamente cómo había llegado hasta allí.

Le conté al abogado toda la historia en una habitación iluminada con luz fluorescente, construyendo meticulosamente una cronología de mi relación con él y del incidente. Pero aquello no me pareció ni justicia ni curación, y abandoné el intento.

Contuve la ira en mi cuerpo, arremetí contra él, me quedé atascada en un lugar de rabia silenciosa y fría, pero no quería calcificarme ni endurecerme. Me parecía injusto tener que volverme tan insensible. Lo que más deseaba era moverme libre y feliz por el mundo sin sentir que corría peligro.

Y de manera egoísta, no quería dedicar el valioso tiempo y los recursos de mi vida a odiar a otras personas o a pedirles cuentas por sus actos. De cara al futuro, si se violaban los límites, prefería dejar que pensaran que me tenían, sin llegar a tenerme realmente, como castigo por su extralimitación.

La disociación se convirtió en una protección esencial contra la cosificación, un modo de no dejar que mis experiencias pasadas se convirtieran en una carga para así sentirme más ligera. Permanecer despreocupada o insensible fue un acto de desafío patriarcal, incluso si eso significó que en el camino perdí a algunos hombres que realmente me quisieron.

Con el tiempo, me volví muy fluida con mis límites sexuales y románticos, y me costó mucho seguir siendo monógama. Rechacé muchas propuestas, pero acepté pasivamente muchas otras. Tanto si coqueteaban conmigo, me vejaban, me tocaban, me degradaban, me acosaban o, sí, incluso me drogaban y me pegaban, intentaba reírme de ello o aceptarlo, decidida a no dejar que nadie, ningún hombre o persona con criterio, mermara mi alegría o mi libertad. Cuanto más podía disociar y separarme, más sentía que tenía el control para impulsarme hacia delante, vacilando entre la parálisis y la huida.

Varios hombres me han dicho que me comportaba “como hombre” en mis citas y hábitos románticos, porque, según ellos, era capaz de tener relaciones sexuales o citas y seguir adelante sin ningún sentimiento de apego, yendo de hombre en hombre. La verdad es que siempre me he sentido bastante vulnerable, pero no sabía cómo sobrevivir a una vida aventurera, curiosa o abierta que implicara relaciones con hombres sin cierto nivel de disociación.

Incluso si emulaba lo que muchos considerarían un patrón de citas o de sexo más propio de un hombre, sabía que eso no era lo mismo que ser hombre. Nos educan de manera muy diferente y no compartimos la misma vulnerabilidad. A los hombres no les enseñan a sentir vergüenza del mismo modo que a las mujeres. No suelen llamarles prostitutos. En general, no tienen que preocuparse de que les den nalgadas en la calle mientras llevan abrigos de invierno. No tienen tanto miedo de que los maten en una cita cualquiera.

Tras experimentar esa vergüenza y ese miedo, aprendí en ciertos momentos a separarme de mí misma, a decirme que eso le estaba ocurriendo a alguien que no era yo.

Cuando me nalguearon en la calle aquel día, algunas personas lo vieron. “Dios mío, ¿estás bien?”, me preguntó uno. En lugar de preguntar: “¿Cómo has podido dejar que te haga eso?”, otra persona preguntó: “¿Estás bien?”.

En ese momento, me di cuenta de que no estaba bien. Y me derrumbé ante aquella calle de desconocidos, sobrecogida por un torrente de lágrimas.

He odiado la idea de definirme como víctima, tal vez porque esto también exigía reconocer a un perpetrador. No quería ver el mundo humano como algo tan cruel, tan intrínsecamente animal. Aunque llevaría conmigo el conocimiento de lo que algunos hombres eran capaces de hacerle a mi cuerpo en una existencia sin límites, no podía mirar fijamente al vacío, ni quería sumirme en el odio hacia esas decenas de perpetradores.

Pero aquí estaba yo, enfrentada a la realidad de que ese hombre de la calle no podía definirse como otra cosa que un perpetrador. La empatía de los testigos de la situación me impedía seguir adelante, dejarlo escondido en un lugar privado con la puerta cerrada.

Al principio, mis miedos más profundos flotaban a mi alrededor: tú te lo buscaste. Tu mera existencia es una incitación al caos y al desorden. Como la luz fluorescente que atrae a las polillas, era natural, el propósito de mi ser.

Pero yo no quería ser una luz fluorescente, la luz clínica de una sala de reconocimiento, carente de sentimiento. Quería ser un resplandor cálido e incandescente, como una luciérnaga, o quizá una chimenea acogedora. No quería quedarme congelada. Quería descongelarme.

Como la agresión había tenido lugar a la vista de todos, me resultó imposible racionalizar por qué me había golpeado y fue imposible apartarme. No había aceptado que me tocara ese hombre, nunca. No sabía su nombre, ni él el mío.

Las únicas palabras que me dijo fueron: “¿Cuánto cuestas?”.

Así que presenté una denuncia policial al respecto, y la unidad de víctimas especiales del Departamento de Policía de Nueva York encontró imágenes de la nalgada grabadas por una cámara, lo que la volvió aún más real. No era algo de lo que reírse o compartimentar. Era un delito.

Cuando le conté el incidente a mi terapeuta, me mandó un mensaje: “Algunos hombres pueden ser atroces, y tú has visto demasiados”.

Quizá lo que más me perturba de lo ocurrido aquel día en la calle es que, por primera vez en mi vida, recordé los innumerables incidentes anteriores que me habían ocurrido a lo largo de los años, empezando cuando solo tenía 15, y de repente vi a todos aquellos hombres de forma diferente. Me costó diferenciar a ese hombre que me dio una nalgada de los demás a los que había dejado que me hicieran lo que quisieran.

Después de eso me di cuenta de otra cosa más importante: soy una persona que merece protección. Puedo convertirme en mi propia espectadora, una versión más amable y menos crítica de aquella mujer de mediana edad del avión. Los límites me dan seguridad, y yo soy una persona que merece seguridad.

La libertad y el espíritu libre no tienen por qué existir a costa de volverme el recipiente de los impulsos carnales de los hombres. Los hombres no tienen por qué tener mi cuerpo, pero yo sí puedo poseerlo. Y puedo seguir siendo una luz.

Por Ariella Steinhorn

c.2023 The New York Times Company

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